HACIA LA FRONTERA
Aida Toledo/El
mundo es todo lo que acaece/ Ri nik'
ulwachitäj chi ruwach' ulew (Editorial Universidad de Aguascalientes, 2018)
Martita se casó con el novio con quien mantuvo una
relación de noviazgo durante ocho años, tarde se dio cuenta que nunca lo había
llegado a conocer bien. Un primer dato interesante para probar lo dicho, fue
que no sabía que bebía tanto y que se ponía como loco, casi enfermo. Agarraba
el carro, recuerda que tenía un picop celeste, con el cual solía asustarla al
inicio, manejando tan rápido, de una manera que ella sólo había visto en las
películas de gringos. Una segunda señal que le dio el marido cuando estaban
recién casados, fue que le molestaban muchas cosas que ella hacía, a las que
solía llamar “manías de niña consentida”, como sentarse rápidamente sobre la
cama, dejar la ropa interior en el baño o hacer mucho ruido al abrir la bolsa
del cereal. Casi todo lo que ella hacía de la vida cotidiana, como dejar
abierto el tapón de la pasta de dientes, lo ponía fuera de sí. Se ponía a
gritar desaforadamente, hasta que ella se iba empequeñeciendo y se iba a
esconder al cuarto. Si él entraba al cuarto, se metía dentro del closet o
debajo de la cama. Allí amanecía, le quedaba como remedio bañarse, lavarse los
dientes, y prepararse para el trabajo si era entre semana, pero si no, era
peor, porque se tenía que quedar a aguantar las cóleras del día siguiente, que
le duraban horas a su ahora marido. Lo peor de todo es que ella nunca lo había
oído gritarle a nadie, y menos a ella. Le parecía imposible que eso estuviera
pasándole, lucía como de pesadilla, de película de miedo, de esas series en que
los personajes viven en una casa con un asesino en serie, o con un loco de esos
que aparecían en las películas que habían ido a ver en el tiempo del noviazgo.
Total que las cosas no caminaban nada bien. Para empeorar el cuadro matrimonial
desde el inicio se fueron a vivir con la suegra, alquilando una casa para los
tres. Ovidio, que así se llamaba el susodicho, dividió las obligaciones de la
siguiente manera: su mamá pagaría el alquiler, Martita compraría la comida para
todos y él pagaría el carro, que solamente él usaría por supuesto. A Martita no
le gustó y cada actitud de él le parecía esquizofrénica, y aunque estaba
acostumbrada a alegar sus derechos, se le hizo callar de parte de los dos
nuevos miembros de la familia de una manera que ella no reconocía. La vida en
la casa de sus papás era bastante democrática, por llamarle de alguna manera, a
la armonía que reinaba en ese hogar. Casi sin creerlo tuvo que guardar
silencio, porque de lo contrario hubiera tenido que aguantar sus buenas horas
de gritos desaforados, al mismo tiempo que ver a la madre de Ovidio llorando
desconsolada con miedo a todo, e invocando por ayuda, a los brujos del pueblo
de donde ella era originaria. Firmada el acta matrimonial todo cambió. Ella
había leído los cuentos de Horacio Quiroga, y se le imaginaban esos espacios en
los cuales los personajes debatían su destino. En su experiencia actual,
parecía haber firmado un acta de esclavitud, sumisión y silencio, puro siglo
xix. Así pasaron los meses. Tanto lo desconocía cada día que pasaba, que notó
muy tarde que la época de novios se había acabado, y que él ya no estaba
dispuesto a llevarla hasta el trabajo, como hacía antes, sino que la dejaría a
mitad del camino, para que se fuera como pudiera y volviera de la misma manera.
Lo que sí era importante era que a él debía quedarle bien la ruta para no
malgastar tanta gasolina, después de todo él pagaba el combustible y ella sólo
la comida para todos. A Ovidio este trato dado a las mujeres con las cuales
vivía, le parecía justo y necesario, aunque a Martita le pareciera un abuso
extraño y con su buena dosis de locura. La muchacha llegó a un estado en el
cual sólo lo observaba en absoluto silencio, sin comprender completamente por
qué él hacía una cosa como ésa, por qué había cambiado tanto. Ante el absurdo,
Martita no acertó sino a pensar que la vida que había buscado no era lo que
ella esperaba, y que no estaba segura de poder aguantarla. Bastante tarde se
daba cuenta que tenía un marido a medias, pero no quiso re pensarlo mucho, y
menos analizar los motivos por los cuales él se había transformado en otro, y
los de ella, de quedarse a esperar si él otro que él había sido durante ocho
años, volvía a su lado. Probablemente no había sido preparada para una
situación como la que vivía. Se dejó llevar por las horas, los días, los meses
y los años. Porque sin darse cuenta un día dentro del closet se fijó que habían
pasado diez años y ella seguía allí dentro de aquella pesadilla de película de
terror. No tuvieron hijos, ya que la práctica marital no existía entre ellos.
Él seguía pagando el carro, ella la comida y la mamá el alquiler de la casa;
parecía que sólo la había adquirido como algo que se compra para sacarle el
mejor provecho, y no para que tuviera opinión. No le interesaba para nada lo
que ella pensara, y lo peor de todo es que en medio de toda esa tortura, no
había ni siquiera amor, era sin nada, de gratis como dicen. Su rutina diaria
durante ese tiempo, era la de tomar varios buses para volver a la casa, aunque
esto no fuera necesario. Como sabía bien que él no llegaría al mediodía para
almorzar, práctica de Ovidio durante los años vividos junto a él, se tomaba su
tiempo, y vagaba un poco por los centros comerciales, leyendo sus libros y
escribiendo su diario sentada en cualquier lugar que la albergara. La vida se le
iba yendo, ya no deseaba mirarse en los espejos cada mañana, porque veía el
paso de los años en su propio rostro y cuerpo, y se espantaba de no ser ya la
novia joven y bonita de vestido blanco, de la foto del casamiento colocada en
la sala. Una noche de esas en que volvió a la casa, se encontró con la mala
noticia que su suegra había fallecido. La hermana de doña Ada la había
encontrado recostada, como dormida viendo la televisión, le había hablado, la
había movido, pero doña Ada no había dado señales de vida. Le entró una
angustia, una verdadera angustia, ganas de llorar, de gritar, no por la muerte
de la suegra, sino por ella misma, por los gastos, por los pagos, por la
ausencia de la otra mujer a quien Ovidio explotaba sin ningún pudor, aún siendo
su madre, y pensó, ¿quién pagará ahora el alquiler de la casa? Su suegra había
sido una mujer bastante callada, casi no pronunciaba ninguna palabra, si no
había necesidad, nunca se supo qué pensaba realmente sobre lo que el hijo le
hacía a ella ni a la otra. Al principio le decía a Martita que debía volver
temprano a la casa para evitar el enojo de Ovidio. Al paso de los años se había
olvidado de ella y sólo la miraba llegar de noche, entrar a su habitación tal y
como veía con indiferencia una serie televisiva. Al volver del trabajo doña Ada
solo pensaba en sentarse frente a la televisión, y le preocupaba únicamente si
había suficiente que comer, no estaba ella para cuidar de nadie, tenía
suficiente con su realidad. Así Martita, sin estar vigilada por la suegra, podía
pasear más por los parques, caminar a lo largo de las avenidas sin rumbo, hasta
que habiendo anochecido, llegaba a la siguiente parada de un bus que la
llevaría hasta la casa donde no la esperaba nunca nadie. En diversas ocasiones
había querido indagar con su suegra qué realmente hacía el hijo, a dónde se
iba, por qué llegaba tarde todos los viernes, sábados y domingos, ya que a
veces no se aparecía por la casa. Pero la suegra le había explicado que lo
mejor era no preguntar, porque Ovidio podría molestarse con ella, y pedirle que
se largara de la casa. No es bueno le dijo, que el hombre la deje a una o la saque de su vida, se ve muy mal
delante de los vecinos, tal y como le había sucedido a ella, que nunca había tenido
marido. En una sola ocasión, la suegra le comentó que Ovidio nunca había
conocido a su padre biológico, porque ni ella misma sabía quién era él. Estando
enferma hacía años, había salido del hospital con el hijo en el vientre, y
nadie le dio razón de nada. A Martita la historia de la suegra y la explicación
sobre los valores de la sociedad respecto a las mujeres repudiadas le
parecieron estúpidas, al menos no había perdido su capacidad de distinguir
entre la estupidez y la ignorancia, pero se daba cuenta perfectamente que con
su suegra, no sacaría nada más de historia real de su hijo. Tal vez ni sabía
qué hacía, así como era cero a la izquierda para él. Y decidió nunca más
preguntarle nada. Su vida había ido transformándose poco a poco, al principio
era de profunda sorpresa ante cada elemento de la realidad que no lograba
comprender, luego ya no lo hacía, todo era tan absurdo y alucinante, que empezó
a no fijarse en los detalles, en las señales, y había cambiado su ánimo y caído
en una tristeza profunda que luego se volvió tedio absoluto. Lo único bueno de
esa nueva vida, porque tenía que encontrarle el lado positivo, era que al menos
le daba tiempo después del trabajo de leer lo que quisiera y seguir escribiendo
el diario. Éste iba tomando la forma de una de esas novelas sicológicas que había
leído en la secundaria, eso le gustaba mucho y le daba aliento. Allí un día, su
familia sabría la verdadera historia, y probablemente la perdonarían por no
haberles contado nada, por el famoso miedo a que Ovidio les hiciera algún daño
físico, tal y como la había amenazado una noche hacía años, cuando ella
enfurecida y llorando le gritó que se iba a ir esa misma noche de vuelta a su
casa paterna, porque ya no aguantaba la vida que llevaban juntos. Martita
siempre se preguntó por qué le había tocado esa suerte tan mala, parecía
conjuro o maleficio. No tenía amigas a quiénes contarles lo que le sucedía y
pedirles consejo. Y tal era el mal carácter, y digamos la maldad de Ovidio, que
ni siquiera la había dejado quedarse con un gatito que le habían regalado en la
vecindad. Las razones que había expuesto eran en relación a los gastos de la
comida, como que él hubiera tenido que pagar algo. Esa noche que ella había
regresado un poquito después que él, ya no había encontrado a su gato. Ovidio
se había hecho cargo de perderlo o quien sabe qué. Y ni siquiera le había
preguntado por qué había llegado a esa hora, ya que en realidad él había
llegado temprano, para deshacerse del animalito y hacerla sufrir un poquito,
sin tener una razón para ello, porque se había desentendido hacía muchos años
de ella. Pero la horrible realidad del presente era que su suegra ya no
estaría, para mediar en esa vida que parecía puro castigo, para al menos estar
allí entre los dos como una sombra. Se había ido dormida, tranquila, en cambio
ella que innumerables veces se había acostado, esperando no despertar nunca
más, y nunca lo había logrado. Había tenido que levantarse cada día a esa
realidad, que aunque ya se hubiera acostumbrado a vivir, siempre al final del
día, le parecía de sueño malo, como cuando una come mucho de noche, y la acosan
las pesadillas de horribles pedazos de carne fría sobre el cuerpo y de simios
bajándose de la cama donde ella estaba acostada. Era una paradoja su situación,
ya que ella que nunca dio dinero para la manutención de su casa, ahora le
tocaba mantener bien alimentados, a dos personas casi desconocidas y no tenía
opción. Se recordó de la trama de varias telenovelas que había visto donde esto
sucedía, y a ella solo le daba por reírse o enojarse con los personajes, pensando
que era pura ficción, y que eso no era posible en la realidad. Esas imágenes
bajaban a su cerebro, como cuando se están viendo cortos en el cine, para
atraer la atención del público. Alucinada con todas esas visiones, parecía
estar en otro lado, cuando de repente volvió a ver hacia la gente que dentro de
la casa, muy amable y diligentemente, ayudaban a la hermana de su suegra a
vestir a la fallecida, a preparar el café, el té y el chocolate caliente, los
sándwiches, la sopa, la comida especial para el velorio, todo por supuesto,
pagado con el sueldo de Martita, que había conseguido un crédito en la
abarrotería de la colonia donde vivían. No habían escatimado los gastos, hasta
licor y unas copas habían comprado, había que despedir a doña Ada como se lo
merecía. No supo en qué momento, pero algo le dijo que ese era el instante,
escuchó una voz parecida a la suya que le decía desde algún lugar, que ya no
tendría nunca más la misma oportunidad, y que tenía que aprovechar el momento
de lucidez y claridad que el destino le ofrecía. Ovidio no había llegado aún.
Vio el paisaje del velorio y entonces decididamente agarró su bolsa, su suéter,
abrió la puerta diciendo que ya volvía que iba a comprar más comida y salió de
la casa. Todavía tenía que caminar los dos kilómetros para salir de la colonia,
procurando ocultarse tras los vehículos, con miedo que Ovidio al volver la
encontrara en el camino y así lo hizo. Por suerte él no se apareció. Cayó
entonces en la cuenta que era viernes, y que posiblemente ni se enteraría que
la madre había muerto, sino cuando volviera el lunes por la noche. Su práctica
había sido nunca darle el teléfono donde se le podía localizar a ninguna de las
dos. Tampoco conocían a sus compañeros de trabajo, ni amigos de chupaderas. En
esto pensaba cuando llegando al boulevard agarró más valor al verse tan lejos
de la casa, y entre contenta, excitada y un poco demente al haber dejado atrás
la vida que había llevado todos esos años, se sonreía de una manera extraña,
casi alucinada. Decidió cruzar la ancha avenida, corriendo junto a otras
personas que aprovechaban la ausencia del tráfico tupido para pasar al otro
lado. Corrió junto a todos y se colocó en el otro extremo a esperar el bus
expreso, una ruta nocturna, que según había leído en los periódicos esa tarde,
la llevaría directamente hacia la frontera mexicana.


