(Imagen. V. Chapero)
UNA BOCA COMO JARRO
En 1991 tuve la única hija que iba a tener. En el proceso de parto, y por cuestiones económicas, tuve que compartir la habitación del hospital, que en ese entonces era el Bella Aurora. Las malas disposiciones de la gente que manejaba esos días las asignaciones, hicieron que yo terminara en una habitación junto a una persona ya anciana, que estaba enferma de alguna enfermedad contagiosa.
Recuerdo que sentí pánico esa primera noche, cuando la escuchaba toser, no poder respirar, quejarse de dolor, etc. Se lo dijimos al personal que atendía en el hospital. Pero nadie nos hizo caso, pasé dos noches compartiendo la habitación, hoy sé, infectándome a la par de la señora, que seguramente en algún momento ha de haber fallecido.
Me fui a mi casa a los tres días, y al mes había desarrollado la enfermedad que ella me contagió, a mí, a una mujer que estaba sin defensas por haber recién tenido su hija. Era septiembre de 1991, cuando tuve que ir a ver al Dr. Aragón. Un especialista en pulmones. Recuerdo que aunado a todo el cuadro era una época en que se iba la luz a las 6:00pm cada día. Y el Dr. me hizo un chequeo, y luego me envió a tomar una radiografía. Yo tenía síntomas tremendos, fiebre alta, tosía mucho, me dolía el pulmón (fue hasta esa enfermedad que me di cuenta que los pulmones duelen cuando están enfermos). Total que cuando ya fuimos a ver al Dr, y él observó la radiografía sin mucha luz, diagnosticó, tuberculosis. Y empezó el viacrucis por seis meses como mínimo, más las secuelas que me dejaría la enfermedad. Además de no poder cuidar a mi hija. Porque el proceso de la enfermedad fue desastroso.
Me enviaron en numerosas ocasiones a hacer el examen de la tuberculosis, pero nunca salió el tal bacilo, para verificar que tenía tuberculosis. Pero como se hace en situaciones como esa, dentro de una gran angustia e ignorancia, mi familia decidió que empezara el tratamiento. Cuando una se enferma como yo lo estaba, pierde la fuerza, la voluntad, la fiebre vence, la enfermedad mina la inteligencia. No me pude resistir.
No sé si lo saben pero en ese tiempo, inicio de la década de los 90, cuando todavía no se firmaba la paz, la medicina para la tuberculosis, era carísima. Y solo se la donaban a una, si se iba al hospital antituberculoso y te declarabas tuberculosa, que en ese entonces tenía un estigma. Como ya no lo tiene hoy.
Así tuve que hacer. Me llevaron al hospital, tuve que firmar un papel que afirmaba que tenía tuberculosis. Y que no me quería internar. Me examinaron y pensaron que si el Dr. decía que tenía, era porque tenía. Pero el tiempo y esa circunstancia demostrarían otra cosa. El asunto crucial era obtener la medicina, que yo no podía comprar por lo extenso del tiempo. Así supe lo que es ser tuberculosa, en un país donde serlo significa una marca, y tomarla un atentado contra el resto de la salud.
Tenía en ese entonces, un trabajo del que tuve que pedir permiso. Tenía una hija recién nacida. Recuerdo que mi mamá estaba en Estados Unidos. Vivía con mi papá, y el papá de mi hija. Y esos meses del año 1991 hacia el año 92 fueron de gran soledad. Nadie nos visitaba. Solo recuerdo que Ana María Rodas, me pasaba viendo durante la semana, al menos una vez por semana. Fue la única amiga y parte de mi familia que nos visitó.
Al empezar a tomar la medicina ya no le di de mamar a mi hija. Además no tenía fuerzas ni para cargarla y no debía. Al tomar las pastillas sentía que me metían en un refrigerador y empezaba a alucinar. A las semanas de tomarla, empecé a sentir cierta mejoría. Y al menos podía pensar y escribir. La medicina te deja sin poder pensar con claridad. Solo me sentía dentro de una pesadilla, fría y soledosa. No había nadie en mi vida en esos días. Me alejaron de la niña hasta para dormir. Y me colocaron en una camita, que más que camita, era como un catre, en un lugar que no era dormitorio. Y lo que lamento recordar con detalle. Eso también fue al paso del tiempo, parte de la pesadilla. Lo único bueno fue no ir al hospital antituberculoso. Donde finalmente me hubiera infectado.Creo que eso lo decidieron en la familia que me acompañaba. No lo sé a cabalidad, ya no tenía consciencia de nada.
Los meses pasaron. A los tres, me había mejorado un tanto, pero no totalmente. Seguía viendo a la especialista en tuberculosis, cuando iba al hospital por la medicina. Era la única salida que hacía. Porque tenían que cerciorarse que no había muerto, que estaba mejor. Para darme la dosis del mes. Tenía que hacer radiografías periódicas, y la mancha en el pulmón, estaba allí, pero ni al radiólogo, ni a la doctora, al paso del tiempo, les parecía una mancha tuberculosa. Además me hacían el examen del esputo, y no salía el bacilo, por más esputo que me sacaron. La dra decidió que debía hacerme una biopsia, cuando no teníamos dinero suficiente. Finalmente vendí un collar valioso. Y con eso me hice la biopsia, pero esto sucedió tres meses después de sufrir las cuarenta y cuatro pastillas diarias, todas juntas. En las pesadillas yo veía mi boca grande como jarro, tragando las 44 pastillas de colores diversos y variados que iban cayendo dentro. Lúcidas y relucientes me las tragaba poco a poco, haciendo un ejercicio casi de ascetismo. Y luego el frío extremo en que entraba mi cuerpo, y las manchas en la cara y las axilas se acentuaban en cada toma, eran cafecitas, cada vez eran más cafecitas. Sabía que no funcionaba bien mi hígado.
Finalmente el resultado fue que no tenía la tal tuberculosis. Así constataron sus dudas, la dra y el radiólogo, además el pediatra de mi hijita, que era un viejo amigo, me había dicho que no creía que tuviera esa enfermedad por el color en la radiografía. Lo duro para alguien que se enferma, es no poder decidir, porque cuando una se enferma, cae en una subalteridad mayor, y si antes creían que podían decidir por mí, allí, en esa situación todos decidían por mí, hasta el gato que no tenía.
El diagnóstico me llevó a tomar otra medicina, menos letal para mis otros órganos, que con el tiempo, eliminaría la bacteria (imposible de pronunciar)que se me había metido al cuerpo, proveniente seguramente de la anciana con la cual estuve dos noches seguidas en un mismo cuarto.
Hoy me recuerdo de esto por lo de la pandemia. Por el contagio. Por la prevenciones al contagio. Cuando una está enferma deja en parte de existir. Todo se vacía. Si las mujeres somos regularmente desvalorizadas, allí caés a lo profundo de la anonimia, y peor si tenés algo contagioso. Porque nadie se te acerca tanto, nadie te mira, porque das lástima. Mi hijita no me vio el rostro sino hasta ese momento. Cuando me rehabilité ella ya había cumplido casi cuatro meses, y nunca había visto mi rostro, porque siempre usé mascarilla, si la quería ver y acercarme un poco.
Seguíamos sin luz. Las candelas fueron nuestra compañía durante largas noches. Ya por entonces el papá de mi hija se iba a cumplir con sus otras obligaciones, cosa que creo, no había podido hacer mientras yo estaba en cama. Y entonces los días fueron lentos, mi hija crecía junto a mí, que despacio me iba restableciendo, pienso ahora que crecimos juntas. Muchas cosas cambiaron en mi vida. Una de ellas, ser más precavida, sesuda, jurándome cuidarme mucho, no volver a caer en eso. Y quizás por eso ahorita me recuerdo tanto de ese periodo. Porque esas enfermedades contagiosas son tremendas. Nadie lo sabe sino hasta que lo ha vivido. Y yo lo viví hace 28 años y todavía puedo recordarlas. Pude haber muerto. Pero no sucedió, aunque hubo un tiempo en que creían que moriría, ya que no me restablecía totalmente, dejando huérfana a mi única hija.
La recuperación casi total, tardó al menos dos años, aunque volví antes al trabajo, y tuve varias recaídas. Pero eso sí me juré no volver a pasar por eso. Hay que decir siempre, que no quiere una tal cosa, hay que tener determinación. Porque nadie nos va a cuidar como nos lo merecemos. Como seres humanas, como mujeres enfermas. Hoy que lo pienso, y veo lo de la pandemia, me doy cuenta que tenemos que decir que no queremos contagiarnos. Tenemos que ver por nosotras mismas. Debemos perder el miedo a no tener los mismos bienes que teníamos. No debemos dejarnos vencer por la avaricia de tener más, de tener mucho dinero, de andar comprando cosas inservibles. Que no se pueden llevar al más allá. Sin salud todo eso es en vano.

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