domingo, 28 de abril de 2024





(n.spero)

"Luciérnaga en el claro del bosque"

(texto de presentación del libro Proclama de pólvora y deseo de Waleska Monterroso (Parutz editorial, 2024)


Han pasado años, décadas, yo escribía textos en libretas, en papeles sueltos, en servilletas. Eran años duros. La guerra emplazaba nuestras vidas. El clima era de incertidumbre. Pero yo seguía y seguía la escritura de aquellos objetos, pequeños artefactos sin forma, ligeramente descuidados, absolutamente desaliñados, parecían los primeros artefactos a los que llamé ingenuamente tortillas y que hice en la década del 90 con una maseca bastante cara, en una ahora lejana y todavía larga en la memoria, noche de nieve en Pittsburgh.
Leyendo el libro de Waleska, Proclama de pólvora y deseo, publicado acertadamente por Parutz Editorial este año, entiendo de nuevo y regreso a ese momento de la primera escritura de mis textos. Porque cada vez que una nueva poeta aparece y yo la leo, la analizo, la gloso, la comento, me veo reflejada en el espejo del inicio de mi propio y sufrido proceso como poeta, como narradora y aún como ensayista.
No está fácil esto de dedicarse a veces a las presentaciones de libros de otras y de otros escritores jóvenes. No está sencillo volver a sentir la fresca pulsión que te empuja a escribir desde lo más recóndito del cuerpo, desde esos misteriosos espacios pliegosos de la carne.
Algunas veces este proceso se produce atosigada por el miedo, en medio de pánicos irracionales relacionados con el qué dirán, siempre suspendida en el vacío por las terribles garras de la autocensura.
Nada de esto es poco complicado, porque interpretar los poemas de otras mujeres de diferentes tiempos y lugares, donde también pesan los orígenes, es regresar a ese punto 0 donde empezaste, donde te diste cuenta de que había que desnudarse en público con el poema, que se requería de una entereza que a veces no se tiene, que hace falta valor para lanzarse hasta el fondo del cenote para acariciar el huidizo artefacto que se ha construido y tratar de empalabrarlo.
Leyendo nuevamente el libro Proclama notaba que se trata de una voz enérgica, recalcitrante y decidida, porque procede de una genealogía de escritoras (aunque ella todavía no pueda advertirlo) que no han quedado silenciadas ni por el padre, ni por el hermano, ni por el marido y menos por el amante. Se declara así simplemente, libre e independiente de habitar el deseo, se entiende como pájaro migrante, siempre mudando de estaciones.
La poesía es en sus manos una pequeña arma con filo. Corta delicadamente, penetra, no admite que se le recrimine por sentir, por desear, por amar contra todo pronóstico y gritarlo en medio de las páginas.
La seducción en Proclama ya no le sirve al patriarcado que se debe enfrentar a este tipo de argumentos. Las poetas descendientes de esta genealogía son una especie que escupe y enfrenta los necios argumentos de la ética y la moral moderna que modelaba a las mujeres.
El sujeto lírico en el libro de Waleska reclama la posibilidad de cantarle al cuerpo del amado, de dejar el miedo de decirlo todo, de dejar de lado el decoro, y por eso en este texto se reconoce como fuego del ocote, proclama el despertar novedoso de la carne, la fidelidad no es más que una monumento, una blanca y pulida estatua anclada en la avenida de lo obsoleto.
Hay en su Proclama una invitación a saltar a asumir el vértigo, el sujeto amado es increpado con furia a mostrarse en su firmeza de macho enardecido. Porque la voz lírica está llena de gozo, ha conocido la intimidad del mundo, y no le da miedo declararlo, está allí resumida en dos bocas que se aman, que se ensalivan, que se penetran, que se lamen.
La intensidad del amor carnal se apaga al final del libro y la poeta reposa en su duelo, sabe que el cuerpo, animal metafísico, tiene memoria, y es capaz de retener por largo tiempo los instantes de dicha absoluta, por eso hay que esperar un tiempo de duelo, y de nuevo estará preparada para empezar el gozo, para iniciar el largo camino del amor en otro cuerpo, en otros amantes.
La sujeto lírica se declara de nuevo una extraña ave, una pájara ahita de plumas brillantes, semejante a una árbol que con elegancia pierde sus hojas, un cuerpo desnudo en la inmensidad del universo.
Se reconoce inconstante, huidiza y renuente. Se convierte en luciérnaga al final de camino, volviéndose hacia dentro, encontrando el sendero, buscando ansiosa quizás los inencontrables claros del bosque que imaginaba María.
(Iximulew, una noche de esas en la zona roja de la ciudad rondada de luciérnagas)

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